Estrés "bueno" y estrés "malo"

¿Puede el estrés ser “bueno”? El estrés no es siempre enemigo del cerebro. En su justa medida, puede ser una fuente de crecimiento, adaptación y rendimiento óptimo. En cambio, cuando se desborda o se prolonga, se convierte en una fuerza neurotóxica que erosiona la memoria, la motivación y la salud mental. Esta dualidad define el eje fundamental entre el eustrés y el distrés, dos caras del mismo fenómeno fisiológico con efectos radicalmente distintos sobre la mente y el cerebro humano. El problema de fondo que resolveremos hoy es, pues, que el ciudadano medio solo conoce y reconoce un estrés, el malo, el distrés. Es hora de sacar de la biblioteca neurocientífica el concepto de eustrés.



Todo empezó el siglo pasado, con Hans Selye, pionero del estudio del estrés, que describió el estrés como un conjunto de reacciones no específicas del organismo frente a cualquier demanda que rompa su equilibrio interno. Activar el estrés significa movilizar energía, liberar catecolaminas y glucocorticoides, preparar músculos y cerebro para actuar. En su fase inicial, esta activación es funcional: aumenta la agudeza sensorial, la atención y la velocidad de procesamiento. Pero cuando el estímulo perdura o la recuperación no llega, el sistema entra en fatiga. 


            Eustrés: desafío constructivo


El eustrés (del griego eu, “bueno”) es la versión adaptativa del estrés. Se manifiesta cuando el individuo puede vivir la situación desafiante como algo asequible, y esto precisamente, se convierte en una oportunidad, no una amenaza. El eustrés se ha entendido como una valoración cognitiva positiva del estresor, capaz de activar circuitos cerebrales que mejoran la motivación, la concentración y la memoria de trabajo. Desde la neurobiología, se pone más el acento en el agente estresante, siendo aquel agente que demanda las habilidades que el sujeto ya tiene a su alcance, o pocas más, de manera que la respuesta del sujeto es positiva, y el organismo se adapta a esa nueva demanda en poco tiempo desarrollando las habilidades que debe desplegar. Pero ojo, “adaptativa” no quiere decir que el sujeto se conforme con la situación, sin más.

En el plano neurobiológico, el eustrés implica una activación transitoria del eje hipotalámico-hipofisiario-adrenal (HHA) que libera cantidades moderadas de cortisol y adrenalina. Este pico hormonal mejora la comunicación entre la amígdala (relevancia emocional de la situación), el hipocampo (memoria) y la corteza prefrontal (planificación). Este engranaje optimiza la codificación de información y facilita la toma de decisiones rápidas pero precisas. 

Este proceso de respuesta sigue la curva de Yerkes-Dodson, según la cual la relación entre activación y rendimiento cognitivo sigue una forma de U invertida: demasiado poco estrés lleva a la apatía, pero un nivel intermedio dispara el rendimiento máximo. Cuando el nivel de activación supera ese umbral, el rendimiento se desploma y aparece el distrés. 


Distrés: precio neurobiológico del exceso


El distrés, o estrés negativo (el estrés que todo el mundo conoce y del que todos hablan), surge cuando la carga supera los recursos adaptativos del individuo. La liberación sostenida de glucocorticoides, especialmente cortisol, altera la plasticidad sináptica y afecta regiones especialmente vulnerables como el hipocampo, la amígdala y la corteza prefrontal. En una palabra, si nuestro organismo (y nuestro cerebro) no es capaz de adaptarse a esa nueva situación (bien porque es enormemente difícil, o porque nuestras habilidades no pueden hacerle frente).

En la región CA3 del hipocampo, la exposición prolongada al cortisol induce atrofia dendrítica, pérdida neuronal y, en el giro dentado hipocampal, deterioro de la neurogénesis adulta. Esto se asocia, clínicamente, con olvidos frecuentes, dificultades para consolidar nueva información y un sesgo cognitivo hacia contenidos negativos. En paralelo, la corteza prefrontal pierde eficiencia, comprometiendo la atención sostenida y el control ejecutivo, mientras la amígdala se hiperactiva, amplificando la ansiedad y el miedo aprendido. Además, según la teoría neurogénica de la depresión, la disminución de la tasa de neurogénesis hipocampal adulta, conduce a largo plazo a la depresión.

Estudios de neuroimagen y de resonancia magnética en humanos confirman que el estrés crónico reduce el volumen hipocampal, altera la conectividad funcional entre corteza frontal y sistema límbico, y perturba los ritmos cerebrales relacionados con la cognición flexible. Estas alteraciones juntas suponen un sustrato biológico para los síntomas de distrés: fatiga mental, mente nublada, mayor susceptibilidad a la depresión y el deterioro cognitivo. 


            Estrés, memoria y aprendizaje


        La memoria es particularmente sensible al estrés. Durante el eustrés, pequeñas dosis de cortisol potencian la consolidación de recuerdos relevantes. No obstante, si la exposición se prolonga, ese mismo cortisol interfiere con la potenciación a largo plazo (LTP) en el hipocampo, proceso fundamental para el aprendizaje y la memoria declarativa. Así, el estrés agudo facilita recordar el suceso traumático o decisivo, mientras que el estrés crónico borra las huellas de la memoria cotidiana. Cuando nuestros retos diarios no son exagerados, y nuestras habilidades son capaces de hacerles frente, el reto mejora nuestro cerebro (en lenguaje neurobiológico: la práctica mesurada de las funciones cerebrales en busca de la resolución de un problema asequible incrementa nuestra capacidad cognitiva y la salud mental). Es lo que denominamos respuesta al estrés (al eustrés).

A nivel conductual, el exceso de estrés desencadena lo que se conoce como “modo reactivo”, es lo que denominamos reacción al estrés (al distrés): la corteza prefrontal pierde capacidad de inhibir respuestas automáticas y la amígdala domina la percepción, generando un sesgo hacia la amenaza. En entornos laborales o académicos, esto se manifiesta en bloqueos mentales, pensamiento rígido y errores impulsivos. En cambio, el eustrés mantiene la flexibilidad cognitiva necesaria para la adaptación a las nuevas circunstancias y las mejoras estructurales y funcionales del cerebro.

El ejemplo paradigmático del cortisol debe ser completamente entendido: con eustrés, el cortisol circula a concentraciones medias-bajas, y como resulta ser un promotor de la neurogénesis hipocampal adulta (las neuronas granulares recién nacidas lo necesitan para desarrollarse), el engranaje funciona a la perfección, y tras la adaptación, el cerebro sale reforzado de la situación de eustrés. Esto se debe a que, a concentraciones bajas o medias, el cortisol se une a los llamados receptores mineralocorticoides del núcleo de las neuronas, desencadenando cascadas de activación positivas. Con distrés, el cortisol circula a cantidades altas o muy altas, a las que se une a los llamados receptores glucocorticoides de las mismas neuronas, desencadenando cascadas de activación negativas. Negativas pero necesarias para enfrentarse a una situación muy estresante. El problema es si el cerebro permanece mucho tiempo en ese estado sin adaptarse. Los efectos negativos se prolongan y afectan de manera muy perjudicial a la estructura y la función del cerebro. Es el ejemplo neurobiológico paradigmático del perfil hormético de respuesta de nuestro cerebro a una situación a la que nuestro organismo debe enfrentarse. A dosis bajas, el cortisol es “bueno”, a dosis altas es “malo”. Por eso hay un estrés bueno o eustrés, y un estrés malo o distrés.


            El eje HHA


El mecanismo del estrés está dominado por el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal (HHA). Cuando percibimos un reto, el hipotálamo libera CRH (hormona liberadora de corticotropina), que estimula a la hipófisis para secretar ACTH, la cual activa la liberación de cortisol desde las glándulas suprarrenales. En estados de eustrés, este circuito retorna al equilibrio rápidamente tras la resolución del desafío. En cambio, en el distrés, el sistema queda “encendido” permanentemente, lo que promueve inflamación sistémica, resistencia a la insulina, disminución de serotonina y dopamina, y desregulación del sueño. El exceso de cortisol también altera la excitabilidad neuronal, modifica la expresión de genes sinápticos y puede acortar los telómeros, acelerando el envejecimiento cerebral. A largo plazo, esta sobrecarga se asocia con mayor riesgo de depresión, ansiedad y enfermedades neurodegenerativas. 

Podríamos decir que el eustrés actúa como una forma de hormesis cerebral: pequeñas dosis de adversidad fortalecen la resiliencia neuronal y psicológica. En el cerebro, esta exposición controlada estimula la plasticidad, el crecimiento de nuevas conexiones sinápticas y la liberación de factores neurotróficos como el BDNF, así como la formación de nuevas neuronas. Actividades como el ejercicio físico, los retos intelectuales o la exposición voluntaria a la incomodidad (por ejemplo, hablar en público o practicar un idioma nuevo) entrenan este sistema de manera beneficiosa. Precisamente por ello, el ejercicio físico también es un estrés: a dosis bajas nos adaptamos a él y todo son beneficios (eustrés), pero a dosis altas, nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestro cerebro no puede adaptarse (distrés). Los mecanismos, en el caso del ejercicio, no se basan en el cortisol sino en otros mecanismos que la neurociencia está desentrañando poco a poco, como por ejemplo, la microbiota, revelada por nuestro grupo de investigación en el Instituto Cajal del CSIC recientemente (véanse entradas anteriores de este blog).


            Distrés y disfunción cognitiva


Cuando la carga excede la capacidad adaptativa, el distrés se traduce en una cascada de disfunciones cognitivas. La atención sostenida decae, la memoria de trabajo se colapsa y el pensamiento se vuelve rumiativo (lo que puede llegar a constituir una patología en sí misma). Este deterioro cognitivo reversible en las primeras fases puede volverse crónico si la exposición no se interrumpe. En el contexto laboral, el distrés se relaciona con el síndrome de burnout y con el fenómeno de “presentismo”: acudir al trabajo sin capacidad mental para rendir. En los estudiantes o investigadores, se manifiesta como bloqueo creativo y pérdida de motivación. En todos los casos, el cerebro repite el mismo patrón: una desconexión funcional entre la corteza prefrontal y los sistemas de recompensa dopaminérgicos. 


            Revertir la situación de distrés


La neuroplasticidad permite revertir muchos de los efectos del distrés. Estrategias como la meditación basada en atención plena, el ejercicio aeróbico moderado, el contacto con la naturaleza y el fortalecimiento de redes sociales reducen la activación del eje HHA y restauran el volumen hipocampal. Además, el sueño profundo y los ritmos circadianos estables normalizan la secreción de cortisol, ayudando a recuperar el patrón fisiológico del eustrés. 

Desde un punto de vista estrictamente neurobiológico, el reto no es eliminar el estrés, sino intentar enfrentarse con tal respuesta solo al estrés adaptativo, al eustrés. Saber cuándo tensar y cuándo aflojar, cuándo activar y cuándo recuperar, se convierte en una competencia cognitiva y emocional de primer orden. En definitiva, el equilibrio entre eustrés y distrés es una cuestión de ritmo biológico y psíquico: una danza entre la exigencia y la calma que define la salud del cerebro y del pensamiento humano. 

Lamentablemente hay varias fuentes de estrés: una ajena a nuestra voluntad y otra debida a nosotros mismos, a lo que nos exigimos o incluso a veces, a lo que nos dejamos que nos exijan. Sufrimos lo que toleramos. Pero incluso si el estrés no está generado endógenamente por nosotros mismos, y es exclusivamente originado en el exterior (y debería ser responsabilidad social y política, así como de las empresas y corporaciones limitarla y cuidar de la salud mental de los ciudadanos), incluso en ese caso, tenemos que desarrollar la habilidad de minimizar el impacto del distrés en nuestro cerebro. Tenemos que desarrollar estrategias que limiten el daño e incluso minimicen el destrozo cerebral que nos causa. Pero estas estrategias vendrán en próximas entradas del blog.

 

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